Memorias de la cordillera de Nahuelbuta

Era a finales del 95' cuando por primera vez me aventuré con mis padres y amigos de la familia a conocer el Parque Nacional Nahuelbuta. Partimos desde mi pueblo natal, Curanilahue. A las 6AM nos pasaba a buscar un amigo de mi padre en su camioneta, y en el pick up de ésta nos amontonamos con nuestras mochilas junto a las canastas con comida y bebidas. Nos cubrimos bien con mantas por el viento y el frío. En el camino había neblina, de la cual emergían como fantasmas hilera tras hilera de plantaciones de pinos, que para nosotros en ese entonces era algo normal, algo cotidiano y “natural”.
Curanilahue rodeado de monocultivos forestales ©MVMT

El suave vaivén del auto me sumió rápidamente en un profundo sueño. Cuando desperté por el traqueteo del camino, recuerdo bien ese momento, miraba hacia arriba, y el camino era abrazado por árboles de todos los colores y edades que se erguían alargados algunos, chatos otros, junto a la ruta. Me incorporé en mi asiento, y pude observar que estábamos muy arriba de los cerros, y que el valle era tapado por un colchón blanco de nubes. Por la ventana abierta, se infiltraba un aroma diferente en el ambiente, ya no olía a pino o eucalipto, era un aroma nuevo, entre humedad, tierra, madera y vida.

Yo era un niño de cinco años descubriendo un mundo nuevo, un mundo maravilloso, con los ojos bien abiertos ante tan hermoso espectáculo, pero mi asombro no se detuvo ahí, ya que entre estos árboles de lanceoladas hojas verdes, se asomaban unos enormes troncos, que parecían tener rompecabezas tallados en sus cortezas. Enormes guardianes que vigilan el camino y reciben a los visitantes. Se alzaban por sobre las copas del resto del bosque, con poderosas raíces que se aferran a la tierra, y largos brazos que abrazan el cielo acariciando suavemente el viento. Fue la primera vez que conocí al sagrado pewen.

Bosque nativo de Nahuelbuta ©Michael R. Sagüez

Al llegar al parque, pude caminar entre ellos, unos jóvenes y otros ya muertos. En este lugar, hacia donde miraras había vida y verde. Desde el suelo, habitado pequeños mañíos y frondosos colihues y quilas, hasta el techo del bosque, repleto de coihues, hualles, arrayanes, radales y nuevos pewenes, todos cubiertos de barbas de viejo que le daban un aspecto mágico al ambiente.

Con el paso de los años, comencé a frecuentar esta sagrada tierra y sus bosques. En aquel entonces, aún desconocía la importancia de sus especies, solo sabía que aquel bosque estaba vivo, que en aquel lugar se respiraba paz, tranquilidad y alegría. Conocí el corazón de Nahuelbuta, esos senderos olvidados, casi invisibles, que solo el puma transita en el silencio de la noche. Conocí a sus últimos habitantes humanos, la familia Vergara, Los Morales, Los Arellano, hasta un austriaco que tenía su rancho arriba en el monte, todos distribuidos en diferentes partes de la cordillera, cuidando y viviendo de su tierra.

Las oscuras forestales

Las forestales llegaron respaldadas por la dictadura, financiadas por un decreto de ley que les pagaba casi la totalidad de su producción (DL 701), el precio de producción lo ponían ellos, y el valor de compra de los campos también, engañando, usurpando a la gente que alguna vez tuvo un rancho para poder cultivar o criar animales. Los campesinos de la cordillera de Nahuelbuta comenzaron a bajar del monte a vivir al pueblo, engañados por promesas de mejor calidad de vida y buenos puestos de trabajo, dejando atrás sus tierras, sus campos, sus animales, sus cultivos, sus padres y abuelos.

Como un humo negro y tóxico, las forestales ya rodeaban Curanilahue a fines de los 90. El trabajo era escaso, y las minas de carbón ya no eran una opción, siendo mal pagada y extremadamente sacrificadas y peligrosas. la industria forestal se masificó y automatizó, disminuyendo los pocos puestos de trabajo. La pobreza azotaba como un látigo.

Fábrica de celulosa ©Daniel Casado

En aquel entonces, la vida de un trabajador forestal partía a las seis de la madrugada, en la espera de un furgón lleno de otros trabajadores. Al llegar a la faena, comienza el trabajo: bajo sol o lluvia, talando el pino y ‘euca’, reventándose el lomo entre barro, aserrín y aceite de las máquinas. Al llegar a casa, de noche y en silencio, el hombre deja su sencilla mochila en la entrada de la puerta, junto a las botas llenas de barro. Su señora lo espera con un plato de sopa caliente, él deja el traje de agua amarillo al lado de la salamandra y come en silencio; no tiene vida, no ve a su familia, no juega con su hijo, no tiene otra opción.

A fines de la década del 90’ nos vimos forzados a emigrar de mi pueblo, buscando nuevas oportunidades en el norte de Chile, específicamente al Valle de Aconcagua, Región de Valparaíso. Esta zona era dominada por la industria de la minería del Cobre y la agricultura, una zona semidesértica, vigilada por imponentes montañas nevadas que nunca había visto.

Veinte años han pasado desde que dejé mi pueblo, y la realidad no ha cambiado prácticamente en nada, cada vez que vuelvo, es imposible ignorar el paisaje que domina gran parte del viaje; cerro tras cerro cubierto de monocultivos, como un enorme ejército verde oscuro que avanza, silencioso, sin vida.

Interminable fila de pinos ©MVMT

Desafío Nahuelbuta

Ante la degradación de mi territorio, nace una iniciativa de ecoturismo llamada Trekking Desafío Nahuelbuta, organizada por un grupo de amigos y profesionales que conforman el colectivo “Los Montaraces del Sur”. La actividad consiste en una travesía de seis días y cinco noches por Nahuelbuta, recorriendo, aprendiendo e interpretando desde la geomorfología, historia, y biodiversidad propia de nuestra tierra.

Para entender un poco lo que es el ecoturismo, podemos definirlo como una forma de turismo sustentable, que es amigable con el medioambiente, que no genera impacto en su entorno y que genera ingresos, empleabilidad y bienestar en la comunidad local. Además, paralelamente fomenta la conservación y preservación de áreas silvestres naturales, en este caso los bosques nativos de la cordillera de Nahuelbuta.

Selva fría del sur en Nahuelbuta ©Bastian Gygli

Nuestro equipo enfoca sus fuerzas en las poblaciones aisladas de la cordillera, familias que aún viven ahí, pero el aislamiento las ha dejado carentes de recursos y herramientas para llevar a cabo otro tipo de labores, en este caso ecoturísticas. Nos propusimos la formación guías locales, rutas, senderos y talleres con estas personas, entregándoles las herramientas, explicándoles los beneficios del bosque y sus ecosistemas, su estructura, su flora, su fauna, el cómo cada especie coexiste con las otras, y el cómo dependen entre sí para sobrevivir. Este trabajo lo hemos llevado a cabo año a año, de manera independiente y autogestionada, entregando estos conocimientos como una opción y no una obligación.

Montaraces del Sur ©Michael R. Sagüez

Sumado a esto, en los últimos cuatro años más de 300 personas nos han acompañado en esta expedición anual, aprendiendo y entendiendo el delicado equilibrio de los últimos bosques de nuestra cordillera, la función de sus vertientes y ríos como un gran reservorio de agua para los valles. También enfatizamos en el rol de semillero que juega Nahuelbuta, una isla de biodiversidad donde sobreviven, desde las últimas glaciaciones, cientos de especies, que los últimos treinta años han sufrido una drástica fragmentación y reducción de su hábitat.

Las personas lo entienden, se dan cuenta del contraste y en más de un rostro hemos visto una lágrima caer al terminar el viaje y volver a bajar al valle; valle repleto de pinos y eucaliptos, de maquinarias, humo y silencio.

Nahuelbuta hay que conocerla, hay que aprender de ella, hay que admirarla y amarla, y cuando logren llegar a quererla, ¡defenderla!

Vista desde la Piedra del Águila, en Parque Nacional Nahuelbuta ©Montaraces del Sur

Imagen de Portada: araucarias en cordillera de Nahuelbuta ©Michael R. Sagüez