Santiago: De un paisaje agrícola a un incierto porvenir verde

Ante la inminente redacción de una nueva constitución, el agua se posiciona como un punto trascendente en la discusión pública. ¿Es el agua, en su condición de elemento esencial para la vida humana, un derecho? A mi juicio sí, no obstante, este atributo no la deja únicamente circunscrita a ese plano. Es indispensable para la […]

Ante la inminente redacción de una nueva constitución, el agua se posiciona como un punto trascendente en la discusión pública.

¿Es el agua, en su condición de elemento esencial para la vida humana, un derecho? A mi juicio sí, no obstante, este atributo no la deja únicamente circunscrita a ese plano. Es indispensable para la vida humana, pero es también esencial para toda otra forma de vida, —vegetal, animal, hongos—. Es sostenedora de ecosistemas, transporta la vida a través de la conducción de semillas y esporas; es también un lugar, un paisaje, una forma física, (un río, una laguna, un humedal, un glaciar); Y es, por cierto, también un recurso económico.

Entonces, para discutir en torno al agua entran en juego sus múltiples formas y significados. Lo que actualmente se aborda mayoritariamente desde su aspecto social es reflejo de una crisis ambiental e intereses económicos contrapuestos, que bien podrían agravarse en virtud de la recesión en ciernes.

En el caso de Santiago, la ciudad se sitúa en un territorio en su mayoría llano, parte de la cuenca del Maipo. Este río, hoy prácticamente un límite al crecimiento urbano hacia el sur constituye su principal curso de agua. Al norte, y mucho mas céntrico respecto de la ciudad, el Mapocho es el río mas visible. Es solo un afluente de menor caudal que muere en el Maipo. Entre ambos ríos queda un bolsón, el valle, alguna vez agrícola, en donde ha prosperado la capital.

El manejo de riego de jardines permite maquillar el paisaje del valle a voluntad, a la siga de modelos más húmedos de otras latitudes que dominan nuestras aspiraciones culturales, y encubren la aridez propia del territorio.

Santiago se emplaza en una zona semi árida, golpeada en la última década por la peor sequía de la que se tenga registro. El agua es por ahora un recurso disponible, pero escaso. El entorno del valle en su estado natural no es intrínsecamente verde. Su paisaje no es definido por abundancia de vegetación. Por consiguiente, las áreas verdes de las escenas suburbanas y de barrios ajardinados requieren de un aporte hídrico adicional para mantener esta condición a lo largo del año. Aunque la publicidad, particularmente la inmobiliaria, presente como acceso a la naturaleza imágenes de plazas y jardines con dominio del pasto o césped, abundantes arbustos y flores exóticas, ellas distan de lo “natural”. Esto, si se entiende por “natural” aquello opuesto a la cultura y en consecuencia se desnaturaliza todo acto de construcción y mantención del entorno tales como plantar, fertilizar, podar y en este caso fundamentalmente regar.

Fotografía que ilustra el artículo “Conectividad y áreas verdes son las bases de un buen barrio” publicado en diciembre de 2016 en la plataforma de inversión inmobiliaria Capitalizarme. Fuente: www. capitalizarme.com. Consultado en julio del 2020.

La tecnología de riego automático de jardines subyace oculta, subterránea, y emerge en horas de baja visibilidad por medio de sprinklers (rociadores). Este manejo permite maquillar el paisaje del valle a voluntad, a la siga de modelos más húmedos de otras latitudes que dominan nuestras aspiraciones culturales, y encubren la aridez propia del territorio.

Ahora bien, previo a la fundación y posterior crecimiento de Santiago, el valle se configuró como un paisaje agrícola. La cercanía a los Andes ofrece agua para los suelos fértiles. No obstante, los cursos escurren, incluso en términos visuales, bastante rápido y no necesariamente infiltran sus aguas en él. Para que la latencia presente en los suelos se manifieste en producción agrícola fue necesario acopiar, dirigir y redistribuir el agua. Hoy se sabe que inclusive en el período prehispánico se construyeron canales artificiales, como la acequia Tobalaba.[1]

Las operaciones fundamentales de canalización se trazaron perpendiculares al desplazamiento natural oriente-poniente-de las aguas, en sentido sur-norte, trasladando, próximo a la precordillera, aguas desde el Maipo al Mapocho.

Las culturas que se establecen en sitios áridos son precoces en la construcción de un paisaje, entendiendo por esto la transformación del entorno. El manejo eficiente de un recurso limitado obliga a una arquitecturización desde la escala del territorio, mediante embalses, canales y acueductos, hasta el jardín, edificando fuentes, bebederos, canales pequeños y espejos de agua. Los ejemplos más elaborados se encuentran en la Europa mediterránea, desde el acueducto romano hasta el jardín renacentista y en medio oriente, el jardín persa. En América hay un mayor desarrollo en la escala del territorio que la del jardín, con ejemplos como las terrazas del Valle Sagrado e inclusive nuestro sistema de canales agrícolas.

La canalización en sentido sur-norte tuvo fundamentalmente tres objetivos. Primero, el ya citado aporte hídrico desde el Maipo al Mapocho, dotando de constancia y velocidad a las aguas de este último (recordemos que por siglos cumplió una función de alcantarillado a cielo abierto). Segundo, acopiar el agua intermitente de las quebradas cordilleranas para su posterior aprovechamiento, capturándolas mediante un elemento transversal. Por último, distribuir. Es decir, a partir de un elemento de circulación permanente, desprender, pendiente abajo, una red de canales menores que, mediante una trama compleja, irrigara una extensa superficie agrícola.

Representación del Canal San Carlos, la red de canales que se desprenden de este y la vegetación exigua del valle. Miguel María Atero, 1805. Fuente: Colección Biblioteca Nacional de Chile.

En términos formales, el paisaje del valle se configuró como una secuencia hídrica de; en la precordillera, quebradas en que el escurrimiento define en su entorno próximo una figura verde de límites orgánicos que se corresponde con el bosque esclerófilo. Posteriormente el paisaje cordillerano se interrumpe por un canal transversal y se redefine pendiente abajo con un nuevo paisaje, construido a partir de aguas canalizadas, geometrías rectas que delimitan paños agrícolas y avenidas arboladas en torno a los trazados hídricos, plantadas en su mayoría con especies introducidas, como álamos, olmos y otros.

Santiago desde Peñalolén. Antonio Smith, c. 1875. Óleo sobre tela. Fuente: Colección Particular.

El ejemplo más conocido de esta operación es el Canal San Carlos. Inaugurado en 1820 y propiedad desde 1825 de la Sociedad de Canalistas del Maipo, la infraestructura de casi 49 km de largo corre paralela a avenida Tobalaba.

La Sociedad de Canalistas siempre ha sido una agrupación privada y poseen tanto la infraestructura como los derechos de agua que escurren en ella. Históricamente, el extenso trazado de la pieza permitió no solo abastecer terrenos colindantes, sino que también, mediante una red de 255 km de canalizaciones menores, irrigar una amplia superficie a distancia considerable del canal mismo.

La posibilidad de hacerse de agua del Maipo asegurada por ley, así como la alternativa de revenderla, constituyó un incentivo para la ejecución del canal y es hoy un estímulo para asumir la costosa manutención de este. Se trata de una corporación de derecho privado que asume una traza y, por qué no decirlo, un paisaje a la escala del territorio.

Bocatoma del Canal San Carlos. Luis Strozzi, 1940. Oleo sobre tela. Fuente: Colección Biblioteca Nacional de Chile.

En este caso la primera aproximación al agua se establece a partir de su definición como recurso: agua para riego. No obstante, la ejecución de la infraestructura y las piezas que derivan de ésta van construyendo como consecuencia un paisaje no solo en la obra conductora, sino también en el tejido que de ella se desprende. Esta dinámica configuró el paisaje del valle agrícola en el entonces entorno próximo de una incipiente ciudad capital.

Este paisaje, a diferencia del riego automático que mantiene el verdor de los jardines a través de mecanismos subterráneos, corre en superficie y delata mediante su recorrido el funcionamiento y la administración del recurso. Su conspicua presencia impide borrar del todo la memoria árida del valle. Más bien la delata mediante movimiento y temporalidad.

En la historia de Santiago, la primera aproximación al agua del río Maipo se establece a partir de su definición como recurso: agua para riego.

El valle agrícola ha sido ampliamente descrito en la literatura y representado pictóricamente en obras de mediados del siglo XIX.[2] Esta construcción cultural contribuyó a la fabricación de un paisaje identitario de la nación. Una imagen tan arraigada que es probable que la mayoría ignore que el curso de agua del San Carlos es artificial y que el álamo no es nativo.

Alameda en Peñaflor. Alfredo Valenzuela Puelma. 1875. Oleo sobre tela. Fuente: Colección Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago, Chile.

La reconstrucción histórica del San Carlos agrícola (no así su actual condición urbana) permite reconocer múltiples definiciones del agua. Se determina, primeramente, en su condición de recurso, pero no por esto pierde otras atribuciones constituyendo también un elemento que admite la vida y fabrica paisajes.

El sitio del valle agrícola es hoy sede de una ciudad capital. El consumo humano y los usos domésticos son prioridad en la distribución hídrica. Las superficies regadas, por su parte, se corresponden mayoritariamente con áreas de paisaje urbano. Sin desconocer la eficiencia superior de las actuales tecnologías de riego, respecto de las acequias, ni los esfuerzos por incorporar especies nativas, estos avances serán insuficientes si los modelos de paisaje a los que aspiramos no se condicen con la aridez del entorno.

Me permito especular en torno a factores que inciden en dicho imaginario. La denominación tanto normativa como coloquial de “área verde”[3] para referir a zonas de paisaje urbano. Un lenguaje que construye realidad respecto a las expectativas de croma, asociado a vegetación, con que se visualizan estos paisajes. Una creciente ambientalización del paisaje que determina su calidad en términos cuantitativos por sobre los cualitativos, midiéndose en m2, número de árboles, absorción de CO2, etc. Por ultimo, y es aquí donde el caso del canal San Carlos constituye un referente, el diseño y representación en el proyecto de paisaje. Evoluciona de construir paisajes de vegetación precisa asociada a cursos de agua, reproducidos pictóricamente en tonos ocre, a proyectar extensas superficies plantadas representadas en un verde espeso y homogeneizador.

Imagen renderizada que ilustra el artículo “Investigaciones señalan que vivir cerca de un parque verde puede ayudar a reducir enfermedades” publicado en diciembre de 2018 en el sitio de noticias Emol. Fuente www. emol.com.

Referencias

Stehenberg R., Sotomayor G. (2012). Mapocho Incaico. Boletín del Museo Chileno de Historia Natural, no.1, 85-149

Ministerio de Vivienda y Urbanismo. (1992) Ley general de urbanismo y construcciones decreto 47. (Ministerio de Vivienda y Urbanismo Gobierno de Chile). Santiago, Chile: Autor.

[1] En el año 2012 los arqueologos Ruben Stehberg y Gonzalo Sotomayor identificaron las principales trazas de la ocupacion inca en el valle del Maipo. Entre ellas: el camino del Inca, la plaza central, centros de adoracion en altura, fortalezas y cementerios y un sistema de canales y acequias que les permitió sostener la agricultura como modo de vida.

[2] La Academia Nacional de Pintura, fundada en 1849 y activa hasta 1910, fomentó el trabajo de autores que plasmaron el paisaje  de la zona central de Chile en sus obras. Entre ellos destaca el trabajo de Alejandro Cicarelli, primer director de la academia, y artistas tales como Antonio Smith, Pedro Lira, Valenzuela Puelma y Valenzuela Llanos.

[3] La ley general de urbanismo y construcciones define a las “areas verdes” como: “superficie de terreno destinada preferentemente al esparcimiento o circulación peatonal, conformada generalmente por especies vegetales y otros elementos complementarios”.

Sobre la Autora

Paula Aguirre es arquitecta de la Pontificia Universidad Católica de Chile (2005) y Magister en Arquitectura del Paisaje por la misma institución (2011). Considera el paisaje como una  interacción entre hombre y territorio, en donde el hombre – en su rol de habitante y administrador- históricamente ha transformado su entorno conforme a procesos económicos, políticos y culturales. Sus líneas de investigación se inscriben en el paisaje urbano y la reclamación de sitios. Actualmente compatibiliza su profesión en la arquitectura del paisaje con la actividad docente.